Por Jerónimo Andreu
Madrid 3 de Marzo de 2013
De Lara interrogó a centenares de prostitutas, ordenó escuchas a sus clientes y registró comisarías. Levantando piedras, encontró un trazo escalofriante: una red de corrupción que desde los burdeles se extendía por la columna vertebral de Galicia como un sarcoma. La juez averiguó que mandos policiales hacían la vista gorda ante los abusos del proxeneta del Queen’s (los fundamentos del llamado caso Carioca); y desde ese mismo prostíbulo dio con una pandilla de empresarios que, sabiendo que jugaban en terreno seguro, se vanagloriaban de tener alcaldes a sueldo para conseguirles contratos y favores (la Operación Pokémon). Las pesquisas de De Lara están extendiéndose ahora a Asturias y Cataluña (Operación Manga). En total, más de un centenar de imputados por delitos de trata, abusos sexuales, tráfico de drogas, blanqueo, malversación, sobornos… Algunos de la talla de los alcaldes de Lugo, Santiago y Ourense o el jefe de Policía Municipal de esta última localidad.
El premio a la osadía de esta juez ha sido vivir aislada y rodeada de imputados que le han declarado la guerra. Amenazas, ataques políticos y confabulaciones policiales se han sucedido para intentar que De Lara abandone la ciudad.
El patrón suele repetirse: un juez recién llegado empieza a escarbar en lugares en los que no pasaba nada porque nadie removía nada. Pero resulta que sí había algo. Entonces el togado se convierte en el enemigo. Los más expuestos a estas presiones del entorno son magistrados de base que trabajan apoyándose en pocos medios y muchas tripas. Jueces que no responden a un perfil ideológico y que pueden ser tanto veteranos como bisoños. Individuos aislados que, cada uno desde su rincón del mundo, están poniendo al descubierto la corrupción que inunda todos los estamentos de un país: de sus burdeles a sus palacios.
Más detalles sobre cómo se llega a tener una ciudad en contra. El acoso empezó por las prostitutas que declararon ante la juez. Mensajes de matones: “Márchate de Lugo o la poli irá a por ti”. De Lara, implicada con las mujeres hasta el punto de avalarlas a la hora de encontrar empleo o residencia, se esforzó para que ninguna se echara atrás. Luego las amenazas llegaron a ella y a su hija. Con la policía tampoco puede trabajar después de haber imputado a parte de su cúpula; por eso se apoya en la Guardia Civil de fuera de la provincia. Un agente confesó que le habían ofrecido 22.000 euros por demandar a la juez, y los foros policiales de Internet están llenos de insultos hacia De Lara y la otra magistrada decidida a limpiar Galicia, Estela San José, responsable de la Operación Campeón y a la que la presión sobre su vida privada ha llevado a un traumático divorcio y a querellas contra agentes. Incluso la Confederación Española de Policía denunció manejos para presionar a De Lara y boicotear su investigación. Los políticos tampoco se han quedado cortos al acusarla de contemporizar con la intención de que las imputaciones más sonadas coincidan con citas electorales. El PSG se agarra a la única mácula que presenta el historial de independencia de De Lara: su matrimonio con Roberto Menéndez Mato, miembro del PP local, al que conoció en Asturias. En la Audiencia provincial a la juez tampoco le sobran aliados. Las presiones han sido tan acusadas que en 2011 un grupo de ciudadanos de Lugo (incluidos simpatizantes del 15-M e IU poco sospechosos de connivencias con el PP) organizaron una manifestación en apoyo de De Lara y San José.
Para no dejar flancos expuestos, la juez se ha construido una vida monacal: ida y vuelta de casa al trabajo en sesiones hasta la madrugada, aunque tenga la gripe A o por la fatiga llegue a desvanecerse. La prensa local la vigila hasta el punto de señalar que abusa del Red Bull en sus jornadas maratonianas. A ella esas intromisiones le molestan. En parte porque lo que de verdad le gusta es el té y en parte porque rehúye a los medios. Las únicas declaraciones que se le conocen se encuentran en un reportaje en el que pedía más medios para los juzgados. Hay quien sospecha que esa falta de recursos no es casual y que no hay demasiado interés en equiparla para investigar. En su juzgado se ha visto a funcionarios adelantar el dinero del tóner de las impresoras, en gran medida porque es una mujer cuya dedicación se aprecia. En su círculo de fieles, aparte de su amiga San José, destacan dos agentes de la Guardia Civil y una secretaria judicial. Ellos son su escudo contra la presión.
Porque la presión es la clave. “El miedo social hace que algunos jueces prefieran dedicarse a perseguir solo delitos de perfil más bajo. Eso genera una forma de corrupción”. Lo dijo en una conferencia en 2008 Miguel Ángel Torres, instructor del caso Malaya, la mayor operación contra la corrupción en España. Torres ahora dirige procesos rutinarios en un juzgado de Granada. El magistrado ha confesado a sus íntimos haberse sentido solo durante fases de la Malaya en las que se le señalaba a él como el enemigo en lugar de a los saqueadores de Marbella. Torres, un hombre impenetrable, siente que los jueces, fiscales y policías que investigan a personalidades con contactos se encuentran desprotegidos por el Estado ante la presión ambiental. Según quienes le conocen, es especialmente crítico con el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y las instancias judiciales cercanas al poder político.
A mayor contenido político, más presión. Y no solo proveniente de los implicados. Lo sabe Josep Maria Pijuan, instructor del caso Palau, el expolio de una de las mayores instituciones culturales de Cataluña a manos de su gestor, Félix Millet. Algunos medios revelaron que Pijuan, al poco tiempo de ser nombrado instructor del caso, recibió subvenciones de la Generalitat a través de una fundación que dirigía. La información sembraba la sospecha de que el dinero sirviera para que el magistrado no investigara con demasiado brío, pero los hechos no han sustentado este temor. Los indicios sobre la vertiente política del caso —el pago de comisiones de Ferrovial a Convergència a través del Palau— se han asentado durante la instrucción de Pijuan, que ha impuesto una fianza de 3,2 millones al partido dominante en Cataluña.
El caso de este juez es peculiar: no llegó y se encontró una sorpresa, sino que fue a buscarla. Pijuan, un hombre de 60 años que se dice abiertamente de izquierdas y muy catalanista, llevaba una existencia plácida en la Audiencia Provincial de Barcelona, pero pidió la plaza en cuanto quedó vacante el juzgado 30, el que investiga el saqueo del Palau. Su vuelta a las trincheras en 2011 ha impulsado la investigación después de que su antecesor, Juli Solaz, fuera criticado por su lentitud. Pijuan es dueño de una fuerte personalidad, pero exhibe un carácter abierto que en alguna ocasión le ha generado problemas por su franqueza ante los micrófonos. Su temperamento incisivo (hay quien dice inquisitorial) en los interrogatorios también es célebre.
Es, en definitiva, un hombre que se enfrenta al trabajo con el aplomo de quien ha lidiado años con temas muy políticos. Y que volvió porque le gusta estar en la punta de lanza contra la corrupción, insistiendo en la necesidad de crear un equipo de especialistas que trabajen conjuntamente y alejados de la figura del juez estrella.
Son propuestas que llegan en un momento en que la misma figura del juez instructor pende de un hilo. Alberto Ruiz Gallardón, ministro de Justicia, ha dado los primeros pasos para reformar la Ley de Enjuiciamiento Criminal y que pase a ser el fiscal —teóricamente independiente, pero en la práctica nombrado por el Gobierno— quien dirija la investigación. Buena parte de la judicatura teme que el fiscal tenga aún más problemas para plantarse ante el juego político. Jacobo Pin, joven instructor del caso Fabra contra el presidente de la diputación de Castellón por cohecho, tráfico de influencias y cuatro delitos fiscales, puede dar fe sobre lo difícil que es sustraerse a esa supervisión.
Cuando llegó con 27 años al juzgado de Nules a bordo de su Jaguar, muchos de los que seguían el caso Fabra con la esperanza de que el sumario no se pudriera en un cajón torcieron el morro. El caso había conocido ya ocho togados, todos de paso en el diminuto juzgado de Nules hacia otros destinos. El presidente del PP de Castellón seguía en su cargo mientras su poderoso equipo de abogados conseguía dilatar una instrucción endemoniada en un clima de caciquismo asfixiante. Y Pin tampoco parecía el héroe dispuesto a enfrentarse a esa maquinaria. Miembro de una buena familia (un hermano diplomático y otro médico), hijo de un conocido abogado de Castellón vinculado al PP, y nacido en la localidad castellonense de Burriana, a 10 kilómetros de Nules, había elegido el destino para no alejarse de casa. Solo tenía que darle salida rápido al molesto dossier Fabra para disfrutar de una plácida vida de recién casado.
Tras los primeros días quedó claro que, por mucho que hubiera trabajado con una ONG en Bolivia —según afirmó al recoger un premio por su expediente académico, su ambición es dedicarse a los derechos humanos— el juez no reunía los atributos que se le suponen a un aventurero. Su estilo procesal era seco, muy pegado a la letra. En sus autos e interrogatorios no resultaba interpretativo ni especialmente arrojado. Pero poco a poco comenzó a abrirse camino entre los tomos de la causa. Mostró diligencia al pedir información a los bancos, activó resortes de la investigación esclerotizados, aplicó con rigor los fundamentos jurídicos… Y empezó a ganarse problemas, a desayunar con entrevistas en las que Fabra decía no tener “ninguna manía al juez Jacobo Pin”, a sufrir movimientos invasivos de Carlos Domínguez, presidente de la Audiencia de Castellón y amigo del ya exdirigente del PP.
Hasta que soltó el bombazo. Pin hizo algo tan inaudito para el juez de un pueblecito, como es pedir amparo al CGPJ contra sus superiores. Es en ese escrito al órgano de dirección de los jueces donde se le descubre una firmeza desconocida. No se aleja de los caminos en los que se siente cómodo —todos los puntos los sostienen argumentos legales—, pero sus conclusiones son apabullantes: desde Castellón están “tratando de imponer indirectamente el sobreseimiento del presunto delito del cohecho”, que Pin quería sumar a los que acumulaba Fabra. La petición de Pin es clara: “Deje de perturbar mi independencia”. Contra lo previsible, el CGPJ no archivó la petición de amparo y el Tribunal Supremo ha ordenado que el político sea juzgado también por cohecho.
Son pequeños triunfos que los magistrados graban como muescas en la culata de sus pistolas. El juez José Castro se ha anotado ya unas cuantas. El instructor del caso Palma Arena ha adelgazado en los últimos tiempos, pero no por las mismas razones que Iñaki Urdangarin, su imputado más famoso.
Por prescripción médica, Castro, de 67 años, ha cambiado las motos de gran cilindrada por la bicicleta. Viéndole pedalear los cinco kilómetros desde el juzgado a su adosado en la playa, a este cordobés podría adivinársele una tranquila vida de jubilado. Pero que nadie se llame a engaño: le siguen gustando las emociones.
Abuelo separado y con novia, tiene un hijo abogado y otro procurador, muy aficionados al deporte, como él. Dueño de un perrito yorkshire, por ello Castro no deja de ser un lobo solitario que rehúye los actos en grupo. No se deja ver mucho por los bares y restaurantes de Palma, aunque le gusta tomar un café con todas las partes para limar asperezas tras sus interminables interrogatorios. El cordobés es un personaje cercano que se hace llamar Pepe y no deja que le traten de usted. Guarda una buena relación con funcionarios y policías, quienes aprecian que no se pierda un registro, sea en casa del expresidente de Baleares, Jaume Matas, o en las chabolas de Son Banya. No está adscrito a ninguna asociación de jueces, pero no le hace falta: Castro es una de esas raras figuras de consenso que de vez en cuando surgen en una profesión rica en puñaladas. Incluso los que no le aprecian por su vivo temperamento o su carácter inquisitivo le respetan en función de una solvencia y obsesión por la verdad que le ha ocasionado más de un disgusto. El más reseñable quizá se lo dio su amigo el inspector José Gómez Navarro Pepote, condenado a nueve años de prisión por extorsionar a la jefa de un clan de la droga. Cuando el caso llegó a su juzgado, Castro se inhibió para juzgar, pero testificó sin sentimentalismos. El proceso le dejó profundamente herido, y no solo porque se sintiera traicionado: la visión de cómo la corrupción era capaz de empapar cualquier corazón le asqueó.
Todo un veterano en el último tramo de su carrera, Castro ahora solo atiende el caso Urdangarin y cubre guardias. Conoce la Justicia desde su base porque antes de acceder a la judicatura fue funcionario de prisiones. Cumpliendo el patrón, cuando en 1990 se instaló en el juzgado de instrucción 3 de Baleares, las islas eran un destino tranquilo. Hasta que comenzó a emerger la corrupción, con Jaume Matas como protagonista indiscutible. Los poderes políticos pronto intentaron hacerle ver al juez quién mandaba. Pero él no se dio por enterado. La lucha en torno al cacique de las islas fue encarnizada, con la Fiscalía General del Estado volcada para evitar una imputación que se acabó convirtiendo en ineludible.
De sus últimas pesquisas sobre una de las fuentes de enriquecimiento ilegal de Matas, la construcción del velódromo Palma Arena, salió en una fina labor de cruce de datos fiscales y cuentas la pieza separada que lanzó el proceso de Urdangarin. Antes de imputar al duque, cuentan sus próximos que se lo pensó mucho. Temía una tormenta ingobernable, pero algo entre el sentido del deber y el gusanillo del reto le pudo. Sus detractores dicen que ese gusanillo es toda una serpiente: el ego de un hombre al que le gusta disparar al sol.
El respeto que Castro concita en propios y extraños le ha aislado de presiones, aunque los medios de comunicación más conservadores se hayan lanzado a investigar la compra de su casa sin demasiados resultados. A pesar de su afabilidad, no concede entrevistas y no habla nunca de los casos en que trabaja. Prefiere charlar de las alineaciones del Real Madrid. Su medio de comunicación oficial son sus autos y sentencias, auténticos eventos en las islas. En un tono llano pero cargado de ironía, el magistrado se esfuerza porque el texto le resulte accesible al ciudadano. Matas aún está digiriendo algunas de las estocadas que le dejó en su auto de imputación: “Es claro que Matas ha venido a burlarse de los simples mortales”.
Sus interrogatorios también son célebres. El juez se muestra respetuoso, pero no admite componendas. Insiste hasta conseguir la respuesta más precisa posible con un lenguaje directo. No tiembla ante lances que otros considerarían temerarios. “Vamos a ver, señora”, se plantó ante las evasivas de Ana María Tejeiro, mujer del socio de Urdangarin, “lo digo para deshacer, porque dice usted: ‘no, hombre, porque como [la infanta Cristina] era quien es’, pues da la impresión de que doña Cristina no está imputada porque es quien es, y yo le digo que me ayuden a imputarla, si es que se tiene que imputar ¿eh?, si es que se tiene que imputar, para que no parezca que no lo está por ser quien es ¿entiende?”.
Pero la temeridad no suele salir gratis. Lo sabe Baltasar Garzón, juez que reunía todos los requisitos de la inexpugnabilidad: un puesto en la Audiencia Nacional, proyección pública, prestigio internacional… Nada de eso le evitó ser expulsado de la carrera judicial mientras luchaba para desenmarañar la tupida trama Gürtel, un dolor de muelas para el partido en el Gobierno. Su sucesor en el caso, Antonio Pedreira, demostró que la salud entra igualmente en la apuesta por la justicia. El juez sufre ahora en una cama, minado por la enfermedad.
Mercedes Alaya sabe también cómo puede resentirse un cuerpo sometido a presión. Su neuralgia del trigémino está relacionada con la tensión. La llamada “enfermedad del suicidio” implica indescriptibles dolores en los ojos, la mandíbula, y hasta el pelo, desencadenados por el mero roce del aire. Hace cinco meses que, cada vez que la juez de los ERE toca un papel, empieza a padecer.
A Alaya se la espera en Sevilla como una aparición mariana. “Los médicos han dado con la tecla de su enfermedad”, aseguran en los juzgados, pero el estado de salud preciso de la mujer que ha revolucionado Andalucía con una investigación que persigue la corrupción en cinco consejerías del Gobierno autonómico durante la última década es tan enigmático como ella.
La enfermedad de Alaya, como su personalidad arrolladora, brillante y ensimismada, plantea el debate de la unipersonalidad de las instrucciones. Sin su ambición y paciencia, el caso nunca habría visto la luz; ahora que la investigación parece tan pegada a ella como su propia piel, parece inimaginable que salga adelante sin ella. Dos habitaciones repletas de cajas de documentos marcados con post it escritos a mano la esperan: un laberinto para cualquier sustituto.
Los fiscales desesperan por el parón y porque la forma personalista en la que la juez ha dirigido una investigación descomunal y milimétrica dificulta la transición. Alaya, probablemente porque lleva dos años luchando contra la Junta, aseguradoras y bufetes muy preparados, no es precisamente cooperativa. Se guarda en el cajón piezas que dosifica según le parece oportuno. Los fiscales temen que esta política derive en delaciones que tumben parte de la acusación, algo similar a lo que ocurre en Galicia con la juez De Lara, a la que su exhaustividad la lleva a abrir causas sin detenerse a cerrar ninguna.
El caso de esta sevillana es distinto al de la mayoría de colegas retratados en este reportaje. A pesar de que no le falten los enemigos, no es una juez mártir. Tiene el respaldo de la Audiencia provincial, una página de fans en Facebook, y la prensa la lleva en palmas en una comunidad en la que muchos ciudadanos y poderes fácticos están quemados con las maneras del PSOE tras 30 años de hegemonía. Alaya ejerce una innegable fascinación sobre las cámaras. Coqueta, los días en los que sabe que será foco de las miradas elige sus mejores modelos. Pero no hay nadie más lejos de ser una mujer objeto. Ser madre del primero de sus cuatro hijos con apenas 20 años, y compatibilizarlo con las oposiciones y una exigente carrera, cinceló su fuerte carácter.
Alaya siempre se ha movido entre la timidez y el pundonor. Se ha debatido sobre si su imagen delicada la ha obligado a escenificar una dureza extrema para hacerse respetar. La recusación de la Fiscalía en 2010 —rechazada por la Audiencia provincial— en la que se ponía en duda su capacidad para juzgar el caso Mercasevilla por su matrimonio con un importante consultor que había auditado la empresa, la convirtió en un animal herido. “Me genera pudor hablar de mi vida privada, situación en la que creo que pocos jueces se han visto”, expuso en un escrito. Que se cuestionara su validez profesional le produjo una indeleble humillación.
Alaya se sabe escrutada. Es discreta y no se deja ver por Sevilla. Pero en su juzgado no admite otra ley que la suya. Sus enfrentamientos a gritos con las partes han sido siempre sonados; por eso causó tanto estupor como admiración la estrategia que desarrolló en el interrogatorio del ex director general de Trabajo Javier Guerrero. Aquel día la conversación se desarrolló entre sonrisas y mohines a Guerrero, un personaje al que le encanta encantar. La juez dejó al interrogado sentirse a gusto y, entre chistes y requiebros, le hizo desembuchar toda la información que le implicaba en la trama fraudulenta. Cuando Alaya le entregó la imputación, las sonrisas se helaron.
La sevillana es un buen ejemplo del resbaladizo terreno que pisan los jueces que tienen en sus manos la moral de una ciudad. En determinadas situaciones parece fácil llegar a sentir que, si no es uno mismo, nadie será capaz de limpiar un horizonte emponzoñado. Una actitud que puede interpretarse como mesiánica, pero sustentada por una verdad. ¿Quién más estará dispuesto a recibir llamadas de personas importantes sugiriendo que es momento de frenarse? ¿Quién aceptará abrir el periódico para encontrar comentarios sobre su menú de batalla? Probablemente solo alguien que entienda que el premio merece la pena: pararse ante el silencio de un imputado, mirarle a los ojos y entender que hay que seguir adelante. Porque detrás hay una mentira.
Con información de Silvia R. Pontevedra, Fernando J. Pérez, Jesús García, Andreu Manresa y Javier Martín-Arroyo.
Agradecimientos a LFMP por compartir este mensaje.
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