Entender las cosas


Por Eric Gross
Comúnmente se da por supuesto que los factores que influyen en el pensamiento son únicamente los cognitivos o intelectuales. Pero ésta es opinión de miopes. El «entendimiento» no está aposentado en un compartimiento estanco del cerebro, sin relacionarse con otros elementos que allí entren y con la totalidad de la persona. El gran poeta italiano Dante Alighieri habla, por ejemplo, de la enfermedad del orgullo. Quienes la padecen son, según él, «tan presuntuosos que creen saber todas las cosas, y por eso afirman como ciertas muchas que son inciertas». Y, lo que es peor aún, cuanto les gusta y satisface lo juzgan verdadero y las demás cosas las consideran falsas. De ahí que tales gentes jamás aprendan. ¿Para qué? ¡Si están convencidos de que saben ya bastante! Nunca hacen preguntas, pues no creen que nadie pueda enseñarles a ellos nada. Nunca escuchan, pero quieren que los demás les interroguen, y «antes de que la cuestión les haya sido enteramente formulada, ya han dado ellos la respuesta errónea».
De modo que el carácter de las personas influye muchísimo en su eficacia intelectual.
Babbage tenía también conciencia del papel que desempeña en la vida intelectual lo que nosotros llamamos carácter. Si un padre —dice Babbage— le confiesa a su hijo que no puede responderle a una pregunta, el muchacho queda avisado con ello para tomar en adelante muy en cuenta todo lo que su padre pueda decirle, porque el padre ha vencido dos de los mayores obstáculos que se oponen a la adquisición del saber: es consciente de que ignora la respuesta y tiene la valentía de reconocerlo.

De Morgan recuerda un incidente que ilustra un punto análogo: Uno de sus discípulos había ido a Cambridge, donde el profesor encargado de dirigirle le mandó resolver una ecuación cúbica; el joven lo hizo en pocos minutos por el método de Horner, que era popular por aquellos días en Londres, donde Morgan enseñaba. «¿Cómo? —exclamó el profesor-tutor—. ¡Esto no puede ser, y usted lo sabe!» «Pues aquí está la solución, señor», replicó el discípulo de Morgan. «Sí —dijo el tutor—, la respuesta es ésa, ciertamente, pero ¡se cae de su peso que una ecuación cúbica no puede resolverse tan de prisa!» Y entonces el tutor se puso a resolverla por su cuenta, siguió un método diez veces más largo y complicado, y, al final, exclamó triunfalmente: «¡Ya está! ¡Así es como se resuelve una ecuación cúbica!».
No se crea que sólo los soberbios y envarados puedan incurrir en tales fallos de carácter. Hombres de ciencia que pasan por vivir absolutamente entregados a la búsqueda de la verdad tampoco son siempre puros modelos de virtudes. El físico y psicólogo decimonónico Ernst Mach debió de tener profundos motivos de queja contra más de uno de esos sabios, pues de lo contrarío no habría escrito el siguiente párrafo:
Frívolas pedanterías y discusiones absurdas, la artera apropiación de las ideas de otros, junto con el pérfido silenciar las fuentes, la metafórica disfagia que se padece cuando es menester mostrarse agradecido, y la deformante iluminación de las realizaciones ajenas cuando éstas se mencionan, son datos que demuestran hasta la saciedad que el erudito y el científico han de luchar también por la vida, que los caminos de la ciencia siguen llevando aún a la boca y que la pura búsqueda del saber es todavía un ideal no alcanzado en nuestra presente condición social.”
En la capacidad para concebir ideas nuevas influyen no sólo el carácter, sino también las cualidades personales, especialmente aquellas en que pensamos al hablar de la «rigidez». Una libertad respecto del rigor y de la rigidez quizá se relacione con la tendencia a ir tocando tópicos que, aparentemente, nada tienen que ver con el que se trae entre manos, y esto puede llevar a que las ideas se entrecrucen y se fertilicen mutuamente. La historia de la psicología patentiza cuánto se ha beneficiado esta ciencia de analogías y contactos con otras ciencias que, al parecer, nada o muy poco tenían en común con ella. Se ha hecho notar que si un pensador enfoca su temario con excesiva estrechez y rigurosidad, restringe el brotar de sus pensamientos y reduce las posibilidades de que sus ocurrencias entren en colisiones, acaso importantes, con otras. Y también tiene su miga la noción de Graham Wallas según la cual un código de «maneras» puede influir en el grado de audacia de nuestras concepciones: un código de «maneras» o costumbres francés o italiano permite tratar y discutir sin rebozo ni preocupación mayores, muchas cosas que al inglés le están rigurosamente vedadas por su código social mucho más severo. ¡Hasta un pensador tan audaz como Newton rechazó una interpretación científica que iba contra el sentido literal de la Biblia! Grandes pensadores y artistas han insistido muchas veces en el valor de la movilidad y la agilidad intelectual, cualidades absolutamente contrarias al anquilosamiento y a la mecanización rutinaria de la mente. Leonardo da Vinci nos dejó este aviso en su Libro de la pintura:
No dejaré de incluir entre estos preceptos un nuevo método de especulación, que aunque parezca cosa pequeña y casi mueva a risa, no por eso deja de ser de grande utilidad para incitar el ingenio a varias invenciones. Consiste en esto: que habrás de mirar diversos muros y paredes que estén cubiertos con toda suerte de manchas, y también piedras de variadas composiciones y tonalidades. Si alguna inventiva tienes, verás sin duda allí semejanzas de paisajes diversos, ornados de montes, ríos, roquedos, árboles, grandes llanuras, valles y colinas de muchas formas. Y aún podrás ver allí batallas y gestos rápidos de extrañas figuras, rostros, atuendos y cosas infinitas que podrás reducir a íntegra y buena forma. Ocurre con tales paredes y combinaciones de piedras como con el sonido de las campanas, en cuyos toques encontrarás asimismo cuantos nombres y palabras quieras imaginarte.
No desprecies esta opinión mía con la que te aconsejo que te detengas alguna vez a mirar las manchas de las paredes, o las cenizas y pavesas del fuego, o las nubes, o el barro, u otras cosas de formas cambiantes, en las cuales, si bien las observas, descubrirás detalles admirabilísimos.
Pues la mente del pintor es estimulada por esas observaciones para dar en muchos hallazgos, ya sea al componer batallas, ya animales y hombres, o bien paisajes, o seres monstruosos, como diablos u otros semejantes, y esos hallazgos te darán honor. Es decir, que entre las cosas confusas e indefinidas el ingenio se aguza para hacer nuevos descubrimientos.

La lección principal está en la última frase. Lo que hay que hacer para que broten las ideas del cerebro no es sólo asimilar datos bien entendidos, sino además entrar lo más a fondo que se pueda en los asuntos oscuros hasta que «se vaya haciendo la luz».
Se afirma a veces que el pensador que quiera crear de veras tiene que mantenerse lo más neutral posible respecto de la teoría cuya demostración se proponga hacer, y que, dando de lado a sus deseos particulares, ha de prescindir de lo que a él le gustaría que fuese, ya que sólo así podrá penetrar la cuestión hasta en sus raíces más hondas. Debe más bien dejar que su mente se adapte a las exigencias de la situación, sean cuales fueren. Actuará, por lo tanto, como una especie de partero de las ideas, extrayendo la solución a cada problema del seno en que se halle entrañada. Porque si permitiese a sus inclinaciones o apetencias personales regir su actividad intelectual, trataría quizá de abreviar e ir por atajos cuando tal vez fuese mejor, de suyo, abordar la materia dando algún rodeo.
¿Qué dictaminar de esta opinión? Podemos estar, desde luego, de acuerdo en que la impaciencia por llegar a una solución incita a enfocar los asuntos con cortedad de miras, lo mismo que le ocurre a la fiera hambrienta, que, separada de la comida por unos barrotes de la jaula, se lanza contra ellos sin percatarse de que con un simple rodeo satisfaría mejor su apetito. Un nene es incapaz de sentarse en una silla porque esto requiere que primero vuelva la espalda al asiento, lo cual significa para él abandonar su deseo. De aquí el que se siga que la capacidad de dar un rodeo necesario para lograr un fin depende de que se esté o no libre respecto de la fijación de la emotividad sobre ese fin.
Hay cierto peligro en el apegarse exageradamente a las ideas propias. A las personas tercas se las ha comparado a una gallina que incubase huevos cocidos. Contamos con la confirmación reciente que de este punto de vista nos da un distinguido físico, quien asegura que el demasiado apego a una teoría preconcebida puede ser causa de que se nos pasen por alto en las observaciones detalles nuevos y de enorme importancia. Es indudable que la inflexibilidad al opinar puede impedirnos caer en la cuenta de todo lo que no armonice con nuestra opinión.
Sin embargo, un despego que llegue al impersonalismo no es esencial. El investigador no necesita ser indiferente en cuanto al resultado de sus investigaciones. Muchos investigadores afortunados e inventores famosos no se distinguieron precisamente por el desinterés hacia lo que traían entre manos, pero sí por su flexibilidad para reconocer cuándo un resultado concreto no podía lograrse por determinados procedimientos y para ir probando otros y otros más. La eficacia del pensamiento creador no es incompatible con el esfuerzo por probar que tal o cual teoría propia son verdaderas. Más de un investigador ha consagrado su vida entera al intento de confirmar sus puntos de vista. Aunque, si su entusiasmo es incontrolado, peligrará mucho de no ver los errores. Nada tiene de extraño que Darwin no se ahorrase esfuerzo alguno en su afán de encontrarles fallos a sus propios argumentos y pruebas en favor de la evolución.
Cuanto más identificado esté uno con una teoría dada, tanto más ha de procurar que no se le pasen por alto los fallos y defectos de esa teoría. El amor es ciego en ciencia lo mismo que en la vida diaria. Generalmente, cuanto mayor afán se tenga de llegar a un resultado concreto y previsto, más habrá que cuidarse de no ignorar los errores o menospreciar las faltas. Si el pensador es del todo indiferente hacia los méritos de las teorías contrarias a la suya está expuesto a perderse en un sinfín de trivialidades.
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